Con su casita en la baraja,
los montes en el oído
y sus juegos de llaves del camino.
Los óleos con colores
del recuerdo
y algunas perfumadas lagrimitas
de verbena en su pañuelo blanco.
Mujer de paisajes que vibran en su cuerpo de guitarra;
su vientre en una balada de arados de viento.
En sus ojos,
donde se filtra el
frío de los puertos por los portales del brillo;
un bullicio de las
primaveras por horizontes desenfadados.
El azul expansivo por la agilidad de los rincones de noche;
los tactos sedosos de
finos negros…
con nuestros poemas disipados por el tráfico
y una suma de
intérpretes despeinados.
Por nuestros
malabares con las burbujas
y entre multitudes,
atravesadas de plazas,
sus caballitos desorbitados de las estrellas…
el humo del tabaco en
sus dibujos de los leopardos.
El resguardo de una función herida por los tejados de lo
subjetivo.
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